Cuando la ví,
dejé de leer.
Busqué el papel doblado que me servía tanto para anotar
ideas como para guardar cuenta de la posición de lectura y lo
coloqué entre las páginas. Entonces cerré el libro.
Nos saludamos con dos besos. Se sentó enfrente y se interesó
por el libro que venía leyendo.
- Karl Popper… Suena a novela policíaca. Un nombre adecuado
para un detective, de esos que resuelven los misterios a base de fumar
en pipa ¿no crees? – Le sonreí la gracia mientras
la escuchaba añadir. - ¿Me lo dejas ver? –
Le tendí el libro y ella lo abrió justo por el papel doblado,
por donde yo leía antes de encontrarla.
- A mí no me gusta esta técnica – dijo
- ¿Cuál? – respondí yo inclinando mi cuerpo
hacia ella
- Esta forma de señalar. Meter una hoja, meter un punto de lectura…
Es verdad que hay algunos bonitos, pero es igual, no me gusta.
No contesté. Ella sujetó firme el libro abierto con la
mano derecha, mientras que con la izquierda dobló el tramo correspondiente
a la parte ya leída hasta hacer, que por la tensión, las
hojas empezaran a deslizarse bajo la yema de su dedo gordo. Dosificaba
la presión para que pasaran a una velocidad ralentizada, como
el que busca una entrada en un diccionario, o mejor, como el que juega
con uno de esos libros de dibujos que precedieron al invento del cine.
- No me gusta – insistió cuando se acabaron las hojas y
el libro volvió a estar cerrado
- Serías tan amable de explicarte – la pregunté
por fin, perdiendo un poco la paciencia.
Ella sonrió satisfecha al ver que conseguía sacarme de
quicio. Y se exprimió (así diría un francés)
- Yo cuando leo, no uso ningún papelito para acordarme de por
donde voy. A mí, lo que me gusta, es doblar una esquina de la
hoja. La superior derecha.- Me miró un instante, haciendo una
pausa, segura de haber descubierto un enorme misterio que necesitara
ser saboreado- ¿sabes lo que supone eso?
- No –
- Eso, es ir dejando una sutil huella, un rastro delicado de mi trayectoria
por el libro - las palabras las dijo cambiando la entonación,
haciéndola juguetona, intentando suavizar su carga de pedantería.
Pero a mí, ya me acudía a la mente la idea de una perrita,
delicada, claro está, con un collar elegante, de perlas incluso,
con correa de oro si se quiere, olisqueando las esquinas, reconociendo
complacida su territorio. Entonces forcé la mirada para hacerla
impenetrable, no fuera que ella pudiera descubrir mis pensamientos -cuando
con el tiempo cojo de la estantería un libro ya leído
– continuó ella - puedo hojearlo, buscar los dobleces y
entonces me acuerdo de los días de aquella lectura, me traslado
a aquella época. ¿Comprendes?
- A mí eso me pasa con la música. – me forcé
a decir, alejando la imagen de la perrita que ahora levantaba la patita
sobre un libro enorme y desbebía reflejando en su rostro un goce
sin par.
- Ya – contestó. Y sencillamente me devolvió el
libro.
Al bajar del tren, y aún sabiendo que era un gesto absurdo,
abrí mi libro y lo olfateé por los oscuros pasillos de
la RENFE. Gracias a dios no olía a nada especial, pero cuando
ya estaba a punto de cerrarlo, aliviado, descubrí que la página
en la que había detenido minutos antes la lectura tenía
doblada la esquina superior derecha. Sí se me meo la perrita.
[volver al index]
© Tomás Muñoz Sacristán:: yambria
:: barcelona :: 2004
|