Amanece y es verano. La ciudad comienza la rutinaria tarea de engañar
al sol en su laberinto de cristal. Un reflejo extraviado entra a través
de una ventana abierta, y evitando el despertador, logra dar en el rostro,
aun dormido, de alguien que no ha pasado una buena noche. Las luces
anaranjadas de la sala de proyección se encienden antes de que
el sueño termine, y con una mueca de desagrado y deslumbramiento,
se despierta, muy a su pesar. En su desperezarse le acompaña
el recuerdo del sueño interrumpido, en el que era actor y espectador.
Un sueño en el que se observaba a si mismo nadando, con gran
esfuerzo, en un líquido viscoso, similar al aceite, pero transparente
como el agua. Tal y como se iba desarrollando el sueño, se alegra
en parte de haber despertado, aunque nota el cansancio en todo el cuerpo.
Odia el verano de esta ciudad, un calor al que no se ha acostumbrado
y que probablemente nunca se acostumbre, o quizá tampoco quiera
acostumbrarse. Entre estas quejas mentales se cuela un olor extraño,
un olor que debería ser de sudor, pero es de algo más
fuerte, que no logra discernir en un primer momento. Huele a alcanfor.
Mi sudor huele a alcanfor, piensa extrañado. Busca entre las
sábanas que adornan el suelo algún resto de alguna bola
de alcanfor, intentando imaginar como podía haber llegado a su
cama. Una búsqueda vana, pues no encuentra ningún pedazo
de la supuesta culpable. Un crimen perfecto, dice hablando consigo mismo,
quizá haya roto la bola mientras dormía y se ha evaporado.
Ya no existe el criminal, ahora solo existe el crimen.
La conjunción del olor y de su cansancio le hacen sentir como
un traje de carne, colgado de una percha ósea en el interior
de un armario de atmósfera irrespirable. El despertador empieza
a chillar y le sustrae de sus sensaciones. Lo apaga con un fuerte golpe
y arrastrando los pies, se dirige al cuarto de baño.
Lejos de la ciudad, demasiado lejos para que amanezca, alguien esta
sentado delante de una exigua hoguera, en un pequeño claro de
un bosque. A pocos metros de la hoguera, los arboles se vuelven invisibles
en la oscuridad, invisibles como los propios ruidos del bosque. Puede
ser un cazador, o alguien que ha decidido pasar la noche solo en medio
de este bosque, o ambas cosas a la vez. El sopor empieza a manifestarse
con un largo bostezo, que hace mover todos los músculos de su
mandíbula y que le despierta la necesidad de orinar. Ya es hora
de ir a dormir, y va a matar dos pájaros de un tiro, apagando
la hoguera con su orina.
En la ciudad, el deslumbrado ya ha llegado al baño, y se ha sentado
en la taza del retrete para orinar, demasiado perezoso como para ejecutar
la acción de pie. Apoyando los codos en las rodillas, y la cabeza
en las manos, deja que la vejiga se vacíe relajadamente. Un nuevo
olor viene a estimular su nariz, un olor más fuerte que el de
alcanfor. ¿Mi orina huele a gasolina?, se pregunta con estupor.
Le surge en la cabeza la peregrina idea de que su cerebro no se ha despertado
del todo, y el sentido del olfato sigue soñando. Mientras se
desnuda y abre el grifo de la ducha, imagina, abandonando toda lógica,
como sería el mundo si todos orinaran gasolina. Al pisar la alfombrilla
antideslizante en el interior de la ducha, la primera sonrisa de la
mañana se estira en su cara.
Lejos de la ciudad, el solitario esta demasiado cerca de morir tan pronto,
y el bosque empieza a ser cada vez más visible. Horas más
tarde las llamas suben por la ladera a la cima de una montaña
para saludar furiosas al sol, que amanece tranquilamente.
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