Calles
grasientas, húmedas, mojadas reflotaban en el pavimento, resurgiendo
como de costumbre en el atardecer de la penumbra de la tarde cuando
el sol desvanecía sus estridentes e infinitos rayos brillantes
en ellas.
Aromas marinos confundidos con el hedor del polvo humedecido y nauseabundo
entremezclado de las calles, espetaban su esencia en la dureza del suelo
dando a luz a infinidad de bruscos y entumecidos y flácidos e
incandescentes olores que provocaban jirones estremecedores en las entrañas
de transeúntes.
El rostro de las calles sedientas de higiene, pedía a gritos
desacompasados, oprimidos, ahogados, sin un halo de respiración
nutrirse de pulcritud, rehuyendo del abominable desamparo a las que
hacía años tenían expuestas.
Nunca antes, estas se habían mostrado tan exhaustas como ahora.
Una figura de aspecto lánguido y apacible, sin aparente brío,
paseaba sus andares cortos, perezosos, compungidos, por las calles,
acomodando en su huesuda y pequeña corpulencia un macuto de aspecto
áspero e inverosímil que en su parecer albergaba algún
que otro bulto un tanto pesado.
Así pues, pasos apelmazados, rudos, cansinos, mostraban raudos
zapatos negros, de textura a simple vista plástica y de suela
dura e inflexible, inmoldeable, dejando entrever un frágil tobillo
enmascarado por un fino y oscuro calcetín, que a cada movimiento
parecía estremecer, desencajar, agrietarse, agonizar en la conjunción
de la extremidad. Resultando inevitable llegar a sentir el dolor espeluznante
de su rotura en infinitos pedazos del que parecía: un hueso de
cristal.
Manos blancas, tal vez entumecidas por el frío, mostraban casi
el inicio del color de las moras maduras, acompañadas de largos
y desgarbados brazos que yacían sin gracia alguna a lado y lado
del huesudo cuerpo, sujetando inconscientemente, sin presión
alguna, el pesado macuto inerte encima de sus tristes espaldas.
Nada parecía tener sentido.
Ojos grandes de besugo que pedían a gritos un halo de luz nítida
que eliminase en ellos el espesor de tan finísima fárfara
que no dejaba, desde parecía hacer tiempo, relucir el radiante,
expresivo y dicharachero verde mezclado con miel de sus ojos.
Su tez de aspecto desolado, mate, de textura de melocotón excesivamente
madura, insípida, incolora, dibujaba unos tremendos y relevantes
surcos en las paredes de piel frontal y lateral que se adherían,
sin gracia alguna, al relieve de los pronunciados pómulos. Piel
que mostraba, inevitablemente, con su aspecto trabajado y apergaminado
el paso de los años. Años vividos en distintas calles
y como no en las que ahora sus pies pisaban a paso cansino y relajado,
dejando marcadas en ellas su huella.
La huella de un hombre que anda evadiéndose de la realidad en
búsqueda de aromas impregnados de libertad.
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