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die kommune |
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y que abandone el agit-prop[1] |
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Si podemos decir que el comienzo de nuestra era democrática es la exitosa Transición, (para muchos modélica, para mí tan recordada como imperfecta), imagino que ni los más entusiastas admiradores del espíritu de aquel periodo elegirían los mismos calificativos para los años que han venido después: el arco parlamentario ha estado profundamente dividido, con los dos principales partidos sin casi acuerdos fundamentales, lo que nos ha mantenido alejados de los usos propios de las naciones con mayor tradición democrática. Mientras, al calor del enfrentamiento entre las dos Españas, y respaldados por las aritméticas parlamentarias resultado de una muy cuestionable ley electoral, los partidos políticos locales han ido evolucionando y trabajando por crear las condiciones favorables para el resurgir de movimientos nacionalistas, que, sorprendentemente, constituyen ahora las mayores amenazas para el marco legal e institucional surgido precisamente en aquella época. Lo cierto es que el espíritu de la Transición duró lo que duró la Transición, y después, el tinglado ha perdurado básicamente porque los ciudadanos hemos seguido pagando puntualmente los sueldos de los políticos y los jueces, porque hemos entrado y seguimos en Europa, y porque es tan complicado cambiar la Constitución que nadie lo ha podido plantear en serio. Todo lo demás está lleno de agujeros por los que han entrado y salido como han querido los políticos, junto con algunos jueces, empresarios, funcionarios... Dejando de lado los detalles del origen y situación de actual
gobierno, las herencias recibidas del anterior, y las del anterior al
anterior, podemos decir que, durante todos estos años, la clase
política no ha realizado una labor de consolidación y
transmisión de los valores democráticos en los que se
supone que cree, entre otros motivos, porque sigue profundamente dividida
en su concepción de España y del estado de derecho, guerreando
cada dos por tres en función de sus apoyos parlamentarios. Y
entre esas guerras, el capitalismo, que al final las acaba ganando todas,
ha ido haciendo de las suyas para permitirnos crecer hasta encontrarnos
en la actual situación: con los más altos niveles de desarrollo
y bienestar alcanzados nunca, con una gran parte de la población
complacida por el progreso que le permite nadar confortablemente en
las aguas del consumismo, seguimos sufriendo periódicamente de
mal de altura y, en ese vértigo, se nos aparecen las imágenes
de viejos fantasmas que, aún perteneciendo al pasado, en realidad
nunca nos abandonaron del todo. Fantasmas cuya presencia nos habría
impedido lograr todo lo logrado en estos años. Si la clave para
valorar los cambios de una sociedad consiste en distinguir entre los
procesos de transformación que son fácilmente reversibles
y los que son difíciles de revertir, alguno nos hemos llevado
alguna sorpresa por haber clasificado incorrectamente, contagiados por
el optimismo de quien considera que acaba primando el espíritu
de superación; a la vista está que contamos aún
con demasiados paradigmas políticos de reciente elaboración
que, tras acercárseles la llama de la voluntad política,
se descomponen súbitamente para volver a su elementos originarios
con asombrosa facilidad. Y así, en cuanto a lo político,
tanto los que gobiernan como los gobernados nos encontramos hablando
hoy en día de los mismos problemas que hace diez años,
como si de heridas incurables se tratara.
continúa
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